Tsurugi observaba el mapa mientras caminaban. No debía quedar mucho para llegar a Tadao. A su lado, Kiyoshi probaba la carne de mapache. «Al menos tiene algo en el estómago», pensó el ronin. Bastante había tenido que discutir con el chico para que se la comiese, pues se negaba en redondo desde que se enteró de que uno de ellos era muy joven. De hecho, rezó por los animales antes de comer.
– ¿Está bueno? – le preguntó Tsurugi, buscando romper el hielo.
– Mucho – respondió Kiyoshi alargando con pena las sílabas, sorbiéndose los mocos tras haber llorado.
– Así me gusta – le sonrió amistoso su guardián –. Tienes que mantener las fuerzas.
– Y si no nos lo comiéramos sus muertes no habrían tenido ningún valor – continuó el propio Kiyoshi, reflexionando sobre el peso de aquellas vidas.
– ¡Exacto! – felicitó Takao para consolarle – Tómatelo como una muestra de respeto.
– Supongo...
Kenta pareció murmurar algo con molestia, pero Tsurugi lo ignoró. El razonamiento de Kiyoshi le recordó a una conversación que tuvo con Hiroshi años atrás. La memoria le retrotrajo a los años del Periodo Sengoku. Acababan de librar una de sus primeras batallas juntos.
Había sido un combate cruento, mas habían logrado salvar un pueblo pequeño, cuyo nombre ya se escapaba de su memoria. Lo que sí recordaba fue tener que luchar no sólo contra los hombres de Mitsuhide, sino frente a un grupo de bandidos que trató de aprovechar las secuelas del combate para saquear el lugar. Sin embargo, fue gracias al esfuerzo combinado de todos que lograron superarlos.
Dos días después de aquel suceso, una vez el polvo se hubo asentado y la calma había regresado a la aldea, se celebró una fiesta para conmemorar la victoria y recordar la valentía de los caídos. Tsurugi buscó la compañía de su hermano de batalla, mas no aparecía por ninguna parte. Preguntó a unos soldados borrachos, pero no supieron darle indicaciones.
No fue hasta más de una hora después cuando lo encontró, rezando arrodillado frente a los muertos amontonados en unas carretas. Las vestimentas de los cadáveres indicaban que eran los soldados y bandidos con los que habían terminado.
– Hiroshi, ¿qué haces aquí?
– ¿Ya te has cansado de la fiesta? – respondió con otra pregunta, sin dar importancia a su actuar.
– ¿Rezas por el enemigo?
Hiroshi lanzó un hondo suspiro antes de responder. Debió parecerle normal la indignación de Tsurugi, quizá incluso comprensible.
– Tsurugi – habló –, ¿cuánto vale una vida?
«¿De qué habla? ¿Ha bebido más de la cuenta?», se preguntó en aquel momento, confundido.
– Trataron de matarnos.
– Mas nosotros lo hicimos. Les arrebatamos la vida porque era nuestro deber. Mira hacia allí, Tsurugi. ¿Qué ves?
El ronin volteó la cabeza hacia la dirección que Hiroshi le indicaba. Unos niños pequeños jugaban alrededor de las piernas de una mujer, probablemente su madre. Los niños se mostraban felices. La mujer, aliviada por la paz momentánea. Un hombre a su lado sonreía ante la vista de los chiquillos.
– Por eso luchamos, ¿no es así? – continuó Hiroshi –. Para salvar vidas hemos de arrebatar otras. Una cruel ironía.
Tsurugi bajó la vista, pensativo. Visto así, ciertamente era irónico, ¿pero por qué debía rezar a aquellos desalmados, en especial los bandidos, cuando fueron quienes asaltaron la aldea?
– Estos hombres probablemente lucharan con el mismo objetivo. Debían tener quienes les esperaran en el hogar, esperando a que hubiera paz.
– Imagino que sí – respondió Tsurugi con un suspiro de resignación.
– Entonces, ¿no crees apropiado rezar por ello?
– ¿A quienes combatimos?
– Vivir sólo tiene sentido si buscamos la paz. Una vida que busca la muerte no tiene valor.
El recuerdo calentó el corazón de Tsurugi, forzándolo a dejar escapar una media sonrisa llena de nostalgia. «Ojalá pudieras ver esto», pensó, orgulloso del pequeño. Kiyoshi continuó masticando, aparentemente ajeno a los pensamientos del ronin, hasta que, de improviso, su rostro cambió súbitamente.
– ¡K-Kiyoshi! – se apresuró a preguntar Tsurugi. No sabía decir si había palidecido, pero lucía una visible expresión de desasosiego – ¿Qué te ocurre?
Viendo que el niño tardaba en responder, su mente se trasladó al peor escenario. «No me jodas... ¿Se ha atragantado?». El chico miró a los ojos del ronin, pero no respondía. «¿Qué está pasando?», pensó Tsurugi, devanándose los sesos. De repente, el chico comenzó a correr. Kenta y Takao, encabezados por Tsurugi, le siguieron a la carrera.
– ¡Kiyohi! – le gritó el ronin – ¡Para!
El pequeño hizo caso omiso, perdiéndose entre unos matojos. «¡Maldita sea!». Siguiendo su rastro lo encontraron a los pies de otro camino, de pie frente a un hombre joven que maldecía arrodillado con un brazo ensangrentado.
– ¡Kiyoshi! – exclamó Tsurugi con visible enfado, agarrándole por la muñeca – ¡¿Se puede saber qué haces?!
– Está sufriendo – fue la respuesta. El dedo índice del chico apuntaba al campesino.
«¿Lo ha sentido desde esa distancia?», sopesó el extrañado espadachín. Sus acompañantes mostraban la misma combinación de extrañeza y admiración.
– Estás herido – señaló Kenta –. ¿Qué ha sucedido? – La serena firmeza del capitán, fruto de la disciplina, pareció transmitir confianza al desconocido.
– Ayu... Ayudadme, por favor – tartamudeó, alterado. No debía ser mayor que Takao, aunque la preocupación le arrugaba el rostro –. Mi suegro... Esa bestia va a...
– ¿Bestia? – intervino Tsurugi – ¿Dónde está tu suegro?
– E-en la arboleda. ¡Os lo suplico, salvadle!
– Indícanos el camino – sentenció el Lobo.
La esperanza del auxilio revitalizó al joven, quien, aún tembloroso, se puso en pie para que le siguieran, internándose entre los árboles con urgencia.
– ¿Qué clase de bestia es? – quiso saber Takao, preocupado.
– ¡Un... un oso!
«Mierda...», maldijo Tsurugi, consciente de que el suegro del joven podría estar ya despedazado para cuando llegasen.
– ¿M-muy grande? – preguntó el hijo de Kenta, con una gotita de sudor frío recorriendo su frente.
– ¡Sí!
«Y tanto», juzgó Tsurugi desde un matorral una vez vieron al animal. Se trataba de un ejemplar pardo, que superaba ampliamente los dos metros y medio de largo. Debía pesar más de quinientos kilos. Rugía furioso al tiempo que arañaba con fiereza la corteza del árbol sobre el que se refugiaba un hombre ya entrado en años, que gritaba en pánico pidiendo auxilio desde sus ramas. «Ese debe ser el suegro». Al sentirse observado, el hombre dirigió sus chillidos hacia los rescatadores.
– ¡Ayudadme, por favor!
– ¿Q-qué hacemos...? – Takao buscaba consejo en sus mayores. «Estando tan acojonado poco vas a hacer tú», murmuró Tsurugi.
– Déjanoslo a nosotros – se ofreció Kenta –. Tsukigami, vamos.
– Sí.
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