Cinco días habían transcurrido desde la derrota de la banda de Arata. Por difícil que fuera, los remanentes del grupo volvieron a instalarse en Kamukawa. Tras tantas penurias el lugar les parecía maldito, pero aún era su hogar después de todo. Sentados junto a la baranda del balcón de una de las casas, dos amigos compartían una botella de sake.
– Ey ey, bebe con más calma, no me vas a dejar nada.
– Cállate – respondió tajante apartando los labios del licor –. Me alivia el dolor.
El otro joven exhaló dolorido. Le sabía mal quejarse de sus heridas delante de Michio, pues la suya del brazo era la que peor pinta tenía. No había perdido mucha movilidad, pero se le resentía bastante y estaba muy enrojecida. Michio tenía una constitución envidiable, pero su amigo temía que se le hubiera infectado la herida. Deseando despejar la mente un segundo, dio un sorbo.
– ¿Te duele mucho?
– Más que ayer, seguro – respondió su amigo, volviendo a llevarse el sake al buche en cuanto tuvo ocasión –. Todo es culpa de Sadao, que no me ha remendado bien.
– No seas así, hace lo que puede. Considérate afortunado, que te atravesaron el brazo. El tío ha estado trabajando como loco. Quizá sea su forma de sobrellevar todas las mu...
– No lo menciones.
– Está bien... De todos modos ya no tengo más sed.
El muchacho apartó los ojos de la botella para dirigirlos hacia la plaza. «Se siente tan vacío», pensó. Le asaltaban recuerdos de sus antiguas vidas, cambiadas tan drásticamente. Aún no tenía claro qué debían hacer con ellas.
– Eh, Haku – lo llamó Michio –. ¿Sabes algo de Kimi? No la he visto desde que volvimos.
– Sigue encerrada en casa, y se niega a recibir visita. Lo de Shinji la ha destrozado.
– Me lo imagino... Mira que hemos vivido mierda... ¿Algún día nos acostumbraremos?
– Me asustaría bastante si lo hiciera – Haku rió por primera vez desde hacía días. No obstante, una breve risotada no era suficiente alivio –. Seguir sufriendo prueba que somos humanos.
– Supongo.
«Aunque si fuera cierto», pensó Haku en voz alta, «desearía dejar de ser humano». Desde que aquellos samuráis los masacraron, incluso Arata había dejado de ser él mismo. No había vuelto a entrar en su casa, posiblemente por miedo a compartir espacio con Kimi. Por las noches deambulaba por las calles derruidas, sin rumbo, hasta que se hartaba y se encaminaba al cementerio.
– Mira quién ha salido – exclamó Michio, devolviendo a Haku al presente.
– ¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa?
Al asomarse por el balcón vio por primera vez en días a Kimi. Parecía molestarle la luz del sol después de su confinamiento. Su piel, ya clara de por sí, lucía pálida. Parecía tener los ojos quemados por el llanto, enmarcados en unas tenues ojeras. Raudos, ambos muchachos bajaron a la calle para recibirla. La chica, sin embargo, evitó toda respuesta sobre su estado. Sólo tenía una pregunta: «¿Dónde está Arata?».
Encontró al joven sentado en un banco de piedra, con la mirada perdida, frente a las nuevas tumbas. Como cada día desde la derrota de su banda, Arata rezaba ante la tumba, suplicando en silencio el perdón de sus amigos fallecidos. «Cómo he podido fallaros así...», se lamentaba, sosteniendo entre sus manos el dañado casco que una vez perteneció a su padre.
– Arata... – sonó una voz femenina a su espalda.
– Al fin sales – respondió, sin apartar la mirada del casco –, Kimi.
La chica tragó saliva. Hacía mucho que no se dirigían la palabra, siquiera la mirada. Se acercó a él, sin sentarse a su lado. Lo cierto era que lo único que la hizo salir fue su preocupación por él.
– ¿Cómo te encuentras?
– Les fallé. Si no hubiera bajado la guardia... – dijo con dificultad, a punto de romperse – Quizá seguirían vivos.
– Quizá sí... Quizá no. Es imposible saberlo. Lo único que podemos hacer es mantener lo que nos queda. Estar juntos es lo que nos ha mantenido vivos hasta ahora.
– Kimi – por primera vez Arata levantó la mirada, buscando la suya –, ¿aún me odias?
– Estaba... furiosa. Dije muchas sandeces, pero ninguna era verdad – acarició el pelo del devastado joven, tratando de consolarlo. Se le escapó una sonrisa amarga –. Jamás podría odiarte.
Arata pareció cambiar el semblante, sin duda aliviado. No obstante, aún sentía su pecho atenazado. No podía sacarse de la cabeza la imagen del hermano de Kimi en sus momentos finales.
– Incluso cuando no pude salvar a Shinji...
– Shinji te admiraba. No, te adoraba. Siempre te veía avanzar hacia delante, cuidándonos a todos. Para él eras como un dios.
Arata quedó en silencio, impactado por las palabras de Kimi. «¿Era tanto para él?», se preguntó. Aquello lo hacía aún más doloroso.
– ¿Qué crees que diría Shinji si te viera así? – preguntó Kimi. Arata se mantuvo callado, meditando la pregunta – ¿Crees que te reconocería siquiera?
– ¿Dónde quieres llegar?
Kimi suspiró, entendiendo que no iba a llegar a ninguna parte con retórica. Lo agarró de los hombros y le dio un profundo abrazo, apoyando la cabeza de Arata sobre su pecho.
– Creo en ti, Arata. Eres lo único que me queda. Te seguiré donde haga falta.
***
Tsurugi echó una ojeada al cielo. La luna coronaba la negrura de la noche. «Parece que vamos a buen ritmo», supuso mientras ojeaba el mapa que Hideki le había prestado. Kiyoshi, a su lado, devoraba felizmente una bola de arroz, disfrutando de la canción veraniega que las cigarras componían desde los árboles.
– Kiyoshi, vamos a acampar.
– ¿Ya?
– Recorrer los caminos por la noche puede ser peligroso – explicó el ronin –. Iremos más seguros al alba. Ayúdame a hacer la fogata.
– Hace fresquito, puedo seguir un rato más – insistió sin éxito. Viendo a Tsurugi apilar ramas secas, entendió que no le iba a convencer –. Está bien...
Una vez preparada la hoguera, Tsurugi puso a ahumar el poco yamame que les quedaba. En breve tendrían que reabastecerse. «Creo que había un poblado por aquí cerca... Si no, tendremos que cazar». En aquellos pensamientos se hallaba el ronin cuando se percató de que Kiyoshi no quitaba ojo al pescado, casi se le caía la baba. Con disimulo, acercó una mano al más cercano.
– Ese pescado es para mañana – le advirtió Tsurugi –. Tiene que durarnos.
– Pero tengo hambre...
«A este ritmo vamos a acabar con las raciones en un parpadeo, para ser tan chico come como un regimiento», refunfuñó Tsurugi. Miró de reojo al niño, que ojeaba desilusionado el yamame. «Aunque no ha parado en todo el día».
– Sólo uno – cedió –. Ten cuidado con las espinas.
– ¡Que aproveche! – exclamó Kiyoshi, mirando con ojos iluminados al pescado que iba a echar el guante.
Tsurugi no pudo reprimir la sonrisa al ver comer a Kiyoshi. Los ojos del niño refulgían reflejando el fuego de la fogata mientras engullía su cena.
– ¿No vas a cenar nada? – le preguntó dando los últimos bocados al yamame.
– Ya comeré algo por la mañana. No tengo hambre – fue la respuesta de Tsurugi. Mientras echaba una rama seca al fuego para avivarlo un poco, le gruñó el estómago.
«Nada de nada», remedó por lo bajini Kiyoshi. Tsurugi pudo oírlo perfectamente, desviando la vista algo avergonzado. Al volver a mirar al frente, vio que Kiyoshi le ofrecía un pez.
– No puedes protegerme con el estómago vacío – le dijo, guiñando un ojo –, ¿verdad?
Una vez terminaron de cenar, Tsurugi se quedó vigilando la fogata. «Ponte a dormir, Kiyoshi. Mañana toca seguir el trayecto», había dicho a su pequeño protegido.
– Tsurugi – le llamó el chico, acostado, tras un rato en silencio –, ¿cómo crees que le irá a Hideki?
– Es un hombre sabio – respondió Tsurugi –. Seguro que está bien.
– Es que... vi en vuestras almas eso de los Semi. No quiero que os pase nada.
Tsurugi apreció mucho la confesión del pequeño. Con una media sonrisa, agarró una de las ramas con las que alimentaría la fogata y la blandió cual espada.
– Soy el Lobo de Tsushima, ¿recuerdas? No pasará nada mientras siga en pie.
Kiyoshi sonrió con alivio. No sólo por las tranquilizadoras palabras, sino por el propio ronin. «Estás más animado», dijo para sus adentros.
– Otra cosa – añadió Tsurugi –. No hace falta que leas el alma de todo el mundo constantemente. Te avisaré cuando lo vea oportuno. Confía en mí.
El niño asintió, entendiendo que el ronin también necesitaba algo de intimidad. Acababa de verlo en su alma justo antes de que lo dijera. Pensando en estas cosas, recostó la cabeza sobre la hierba, mirando las estrellas. Tsurugi alzó también la cabeza, pero sus ojos estaban enfocados en la luna. «”Confía en mí”... Lo he dicho con tanta facilidad, cuando ni siquiera sé si realmente puede hacerlo», meditaba. «Hiroshi... Espero dar la talla». Fue en aquel preciso instante cuando una voz le sacó por la fuerza de sus cavilaciones.
– ¿Aullando a la luna, Lobo de Tsushima?
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