Arata dedicó una ojeada a sus atónitos socios. «¿Hemos ganado?», oyó a Shinji, murmurando a Koji. «Está acabado», le confirmó. Kenta los miró también, de reojo. Ahogó un suspiro y devolvió la vista al satisfecho líder.
– Acepto – convino Arata –. Ven despacio, con las manos juntas detrás de la nuca.
– Entendido.
– Me pregunto cuánto darían tus enemigos.
Kenta obedeció al esclavista, procediendo con suma cautela. Desde que Takao había llegado los secuaces de Arata habían aprovechado para armarse. Ya fueran hachuelas, hoces o incluso vigas de madera. Todo servía como arma. «Así me gusta, despacio», oyó decir a Arata. Al tiempo que acortaba distancia con él, habló al monje.
– Señor, es usted libre.
«Un momento», pensó Arata. «¿Qué es... esa expresión?». La faz de Kenta recuperó su compostura durante una fracción de segundo, tiempo más que suficiente como para patear la espada que yacía en sus pies, directa hacia Arata. El esclavista se cubrió por acto reflejo, pero para entonces Kenta ya había tenido ocasión de agarrar a Kimi con fuerza. Arata contempló, para su horror, cómo la estrangulaba desde su espalda. Ahora la rehén era ella.
– ¡Suéltala! – le gritó, fuera de sí.
– No es honorable ni mucho menos, pero no quedaba otra.
– Bastardo...
– Quieto. ¿No te gustaba jugar con rehenes?
Raudo, Nagisa apuntó hacia la cabeza de Kenta. Sin embargo, le era imposible disparar. «La mantiene justo en mi trayectoria». Buscando socorrerla, varios bandidos cargaron contra el samurái.
– Takao – llamó Kenta. El hijo vio en él un halo de victoria –. Ahora.
Takao desenvainó con rapidez y cargó contra los atacantes. Un choque de su hoja con la de un hacha desarmó al bandido más cercano, haciendo que el arma saliese disparada contra Koji. El joven cayó al suelo dolorido, con sangre brotando de su sien. Acto seguido, por puro instinto, retrocedió de un salto para protegerse del golpe de una viga de madera. Takao clavó la espada en el antebrazo del joven, obligándole a soltar el arma improvisada. Retiró la espada y le derribó de una patada en el costado.
«Arata...», exhaló ahogadamente Kimi. La impotencia que sentía Arata y su propio miedo la forzaron a verter unas lágrimas. El líder perdió toda compostura en ese momento.
– ¡Nagisa! ¡¿Qué cojones haces?! ¡Mátalo!
– ¡No puedo! ¡Le daría a ella!
Arata volvió el rostro, desencajado en una ira ciega, hacia el samurái. No podía creerse lo que ocurría. A espaldas de Kenta, Takao repelía a los bandidos con tajos certeros, mas no letales.
– ¿La quieres, Arata? – preguntó Kenta, camuflando en su sonrisa victoriosa cierta sorna vengativa. Previniendo que el líder desenvainase e hiciese algún movimiento desesperado, pateó la espalda de Kimi, lanzándola de bruces contra Arata – Toda tuya.
Arata abrió los brazos para recibirla, casi cayendo al suelo en el proceso. Sabiéndose ahora desprotegido, Kenta gritó a su hijo:
– ¡Takao, arco!
– ¡Ahora, Nagisa! – ordenó Arata.
Kenta recibió el arco y cargó una flecha a toda velocidad, mientras Nagisa apuntaba de nuevo. La tensa cuerda hizo silbar la flecha, que se hundió en el ojo de su objetivo. El golpe le hizo tambalearse, soltando el arco casi por accidente. Nagisa cayó sin vida por la ventana, rebotó en las tejas y se precipitó contra el suelo. Ignorando el horror de Arata y los gritos de Kimi, Kenta agarró el carcaj de su hijo y se lo colgó al hombro. Sin piedad, descargó las flechas que quedaban sobre los bandidos que arremetían contra su hijo.
Shinji se agachó para cubrirse de las flechas. Frente a él, Koji se desplomó con dos flechas sobresaliendo de su pecho. Contuvo el aliento durante lo que parecieron horas para el muchacho mientras veía cómo dos de sus compañeros caían sin vida. Kenta no desatinó ningún tiro hasta casi agotar el carcaj. Sólo quedaba una flecha.
Taro embistió por la espalda a Kenta, haciéndolo caer. No contó sin embargo con que el samurái usaría la última flecha para apuñalarle el costado. Una vez se levantó, Kenta llevó la mano a su arma. Taro no tardó en levantarse, apresurándose a apuñalarle con un cuchillo oculto en su pantalón. Kenta lanzó un veloz tajo al tiempo que desenvainaba, devolviéndolo al suelo, de donde jamás volvería a levantarse. No obstante, sólo haber oído el acero a su espalda le permitió bloquear la espada de Arata, que buscaba su cabeza. Consiguió hacerle retroceder unos pasos. Con una mano en la vaina de la katana, Kenta lanzó tajos despiadados contra Arata, que los bloqueaba como podía.
Al ver los cuerpos sin vida a su alrededor, Takao quedó paralizado. «Padre... los ha matado», se dijo. Shinji se hallaba ante él, caído de rodillas. Tal era la confusión de Takao que no se percató de que Koji se había puesto en pie, con la hachuela de su compañero en las manos. Viendo aquello, Kenta golpeó la espada de Arata para desviarla y, en vez de rematarle, corrió hacia Koji. Takao apenas tuvo tiempo de tratar de bloquear el hachazo cuando Kenta hundió su katana en el corazón del bandido. «Koji...», lloró enmudecido el joven Shinji.
A ojos de Kenta no parecía una amenaza, puesto que estaba desarmado. Aprovechando que Takao lo vigilaba, Kenta le dio la espalda. Al ver Arata que avanzaba implacable hacia Kimi y él, llamó a los pocos que quedaban vivos.
– ¡Retirada! ¡Corred los que podáis, nos retiramos!
Agarró a Kimi de la muñeca y, seguido de sus hombres, pusieron pies en polvorosa para reagruparse. Todos, menos uno.
– Padre... – alcanzó a decir Takao – Los ha matado.
– Ellos tenían la misma intención, Takao. No había otro modo. ¿Estás bien?
– Eso creo...
Lo cierto es que tenía ganas de vomitar. A su alrededor sólo había muertos. «¿Sólo podía terminar así?», pensó el joven bajo la armadura. Sentía una gran culpa.
– ¿Donde está Shinji? – preguntó Kimi durante la huida. Ansiosa, demandaba una respuesta a Arata.
– ¡No lo sé! Voy a por él, vosotros escondéos en el cementerio.
«Shinji, no te atrevas a morir», rezó Arata. Desandó sus pasos a la carrera, buscando al chico. «Ni se te ocurra. Te voy a llevar de vuelta con tu hermana». Llegó demasiado tarde como para tomar parte en la escena.
– Los habéis... – trató de decir el muchacho, arrodillado frente a los cadáveres. Su voz era apenas audible, pues el nudo de su garganta sólo permitía que escapase un hilillo de voz. Kenta se giró hacia él, aún espada en mano. El joven se había llevado las manos a la cabeza, agitándola enloquecido – Dai... Nagisa... Kenji... Koji... Taro... Aki... Todos... Todos... ¡¿Qué habéis hecho?!
Con un alarido animal se lanzó contra ambos. Había recogido un cuchillo de caza de uno de los muertos, y lo empuñaba contra sus enemigos. Sabiendo que era Kenta quien los había matado, arremetió contra él sin pensar.
– ¡Estás muer...!
No llegó a terminar la frase. Soltó el cuchillo y se llevó la mano a la garganta, tratando de contener la sangre, mas escapaba entre sus dedos. Trató de huir, de alejarse de Kenta, con pasos tambaleantes. Trataba de hablar, pero sólo lograba toser, pues la sangre le ahogaba. «Padre... podía haberle noqueado», fueron los pensamientos que se materializaron en la mente de Takao. En su lugar, Kenta había cortado la garganta de aquel muchacho. Apartó la mirada, cerrando con fuerza los ojos humedecidos. No podía mirar. «Esto no era necesario».
Arata sólo había podido ser testigo de cómo caía al suelo. No sabía qué hacer. No podía ni siquiera gritar, pues era probable que Kenta los persiguiese. Escondido tras la ruinosa pared de una casa, sólo pudo llorar en silencio. El corazón le latía con tanta fuerza como aquella noche. Había faltado a su promesa. «¿Cómo ha podido ocurrir... esto...?».
Comments (0)
See all