– Es... horrible – concluyó Hideki una vez hubo terminado de escuchar el relato. «¿Mizuhara... también era de esa calaña?», se preguntó, aún habiendo oído la respuesta de los labios de su secuestrador. Pensó en su maestro, que lo adoraba, inconsciente de sus auténticas acciones. ¿Qué habrían pensado los demás monjes de haber sabido la verdad? –. No puedo creer... que fuera semejante monstruo.
– Créelo – se limitó a responder Arata, volviendo a incorporarse.
«Así que aquella era la fuente de su odio», comprendió el anciano monje. No pudo contener unas lágrimas al imaginar el tormento al que tuvieron que vivir sometidos.
– ¿Por qué lloras, monje?
– Por vuestro sufrimiento.
La respuesta arrancó una sonrisa en el rostro de Arata. No era una sonrisa cruel, sin embargo, sino una de alivio. Tenía razón sobre él. «Eres noble, monje». Al voltear hacia sus amigos, pudo percibir en ellos cierta compasión.
– Hideki Uchiyama. Dime dónde está el niño.
– Si no sois Semi... ¿Por qué ansiáis tanto haceros con él?
– ¿No es evidente? – fue la respuesta de Arata, sorprendido por la aparente ignorancia del monje – Por un crío normal podemos hacer mucho dinero. Ahora imagina cuánto nos puede hacer ganar un niño completamente blanco – explicó con inconsciente malicia –. Y esos tales Semi nos han propuesto una oferta increíblemente jugosa.
– Para vosotros sólo se reduce a eso, ¿eh? – en el tono de Hideki, más que miedo, la decepción era el sentimiento más evidente. Sus pensamientos quedaron expuestos en voz alta – Os habéis convertido en Mizuhara.
– ¡Podremos reconstruir todo Kamukawa de una sentada! ¿No te entra en la cabeza? ¡Estamos a un paso de nuestro sueño!
La emoción que Arata imprimía en cada exclamación eran prueba irrefutable de que, aunque Arata arrebató la vida de Mizuhara, él se había llevado consigo parte de su cordura. A espaldas de Hideki, el sol comenzaba a salir, iluminando la silueta de Arata.
– ¿Estás listo, Takao? – preguntó con firmeza Kenta Kawagiri, saliendo de su escondite.
– Sí – respondió, tensando la cuerda.
«¿Qué es...?», se preguntó Nagisa. Le parecía ver algo en una de las colinas, alguna clase de silueta. «¡Mierda!».
– ¡Arata! ¡Cuidado!
Sin tiempo a reaccionar, Arata no pudo distinguir qué se dirigía hacia él con tan potente silbido. Sólo sintió el calor de la sangre una vez la flecha impactó con ruido sordo en la madera de la casa a su espalda. Confuso, se llevó la mano a la cara. La laceración de la mejilla le produjo una punzada de dolor. «¿Qué...?».
Sabiendo que se trataba de su única oportunidad, Hideki hizo acopio de sus fuerzas y emprendió la carrera. Jiro trató de agarrarlo, pero el monje le pateó y siguió corriendo. Tuvo que abstenerse de perseguirlo, pues una flecha se hundió en el suelo, a escasos centímetros de sus pies.
Kimi, asustada, se agarró al brazo de Arata al ver al espadachín que se acercaba a ellos a toda velocidad, situándose entre Hideki y sus captores.
– Detrás de mí – ordenó Kenta al monje, preparado para desenvainar en cualquier momento.
«Esa postura...», sopesó Arata, haciendo funcionar su cabeza a toda velocidad. «Debe ser un samurái».
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